lunes, diciembre 06, 2004

El colgante

Es el metro, no me cansaré de decirlo, un microcosmos increíble, donde si viajas con los ojos bien abiertos puedes encontrarte seres que pensabas que no existían. Faltaban cuatro estaciones para llegar a mi destino, y se montó una pareja que rondaría los sesenta años, muy arregladitos, de paseo de domingo. Se sentaron enfrente mío. No pude evitar observarlos un momento, y entonces entre horrorizada y sorprendida descubrí que la señora llevaba un curioso amuleto colgado de un grueso cordón de oro.

Era una muela humana. Probablemente de un vástago. Era una muela enorme, no parecía la de un niño, así que comencé a darle vueltas en mi cabeza: Y si es una muela suya? Edad ya tiene para llevar dientes postizos. Y si es de su pariente, y se ha hecho un colgante con ella en muestra de amor eterno? Y si se la ha arrancando a alguien para hacerse el colgante? Y cuanto más elucubraba, menos podía apartar la vista de ese amuleto.

Fue entonces cuando me di cuenta que la señora llevaba gafas, ambos tenían gafas, pero las de ella tenían una patilla sujeta con celo. Y ahí estaba yo, sin poder quitar la vista de la muela y las gafas. Me iba turnando en el objeto a ser observado, y era algo hipnótico. Muela, gafas con celo, muela, gafas con celo, y así durante cuatro estaciones, deseando llegar a mi destino, y perdiendo el apetito cuanto más veía el dichoso molar.

Os voy a pedir un favor mamás: no useis la dentadura de vuestros niños como amuleto, por muy engarzado en oro que esté, pedidle a vuestro contrario uno de esos colgantitos tan monos que hay ahora, y por favor id al oculista si se os rompen las gafas, que también tienen que comer.